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miércoles, 7 de octubre de 2020

El mar es Historia – Derek Walcott



¿Dónde están vuestros monumentos, vuestros mártires y batallas?

¿Dónde, vuestra memoria tribal? Está, señores,
en ese cofre gris: el mar. El mar
los tiene a buen recaudo: es Historia.

En el principio era el aceite, palpitante,
denso como el caos;
luego, luz al final del túnel,

la linterna de una carabela:
tal fue el Génesis.
Luego los gritos hacinados,
la mierda, los lamentos:

el Éxodo.
Huesos por el coral soldados a los huesos,
las Tablas de la ley: mosaicos
que con su sombra un tiburón bendijo;

tal fue el Arca de la Alianza.
Luego, de los quebrados cables
de luz del sol sobre el suelo marino,

las harpas doloridas del cautiverio babilónico,
mientras que blancas cauris como esposas
ceñían las muñecas de las mujeres ahogadas;

tales los brazaletes de marfil
del Cantar de Salomón.
Pero el océano seguía pasando hojas en blanco

en busca de la Historia.
Luego vinieron hombres, ojos pesados como anclas,
que se hundieron sin una tumba,

ladrones que devastaron el ganado
y abandonaron las calcinadas osamentas como hojas de palma sobre
    la playa;
tiempo después la marea engulló, furiosa,
entre sus fauces espumeantes, Port Royal,
ése fue Jonás.
¿dónde está pues vuestro Renacimiento?

Enterrado, Señor, en las arenas,
cerca del cenagoso banco del arrecife,
ahí donde los cuerpos de los hombre de guerra iban flotando;

tomad este visor, yo mismo os llevaré.
Todo es sutil y submarino,
entre colonias de coral,

más allá de las góticas ventanas de las gorgonias,
hasta donde, ojos de ónix, parpadean
ásperas carpas abrumadas de joyas como reinas calvas.

Estas cuevas repletas de aristas y escaramujos
como piedras labradas
son nuestras catedrales,

y el ardiente calor anterior a los huracanes
es Gomorra. Huesos pulverizados por ruedas de molino
convertidos en harina y arcilla

fueron nuestro Libro de Lamentaciones,
pero eran solamente Lamentaciones,
no eran la Historia.

Vinieron luego, como sucia espuma en el reseco labio del río,
los juncos pardos de los pueblos
creciendo hasta convertirse en ciudades,

y por la noche, el coro de los mosquitos,
y por encima de ellos, las agujas de los campanarios
hundiéndose en el costado de Dios

al ponerse Su hijo; y ése fue el Nuevo Testamento.

Vinieron después las blancas hermanas
aplaudiendo el avance de las olas
y esa fue la Abolición de la esclavitud–

regocijo, oh regocijo–
que se desvaneció a la misma velocidad
con que el encaje del mar se seca bajo el sol;
pero esa no era la Historia,
era solo la Fe,
y entonces cada roca se escindió y fue su propia nación,

vino luego el concilio de las moscas,
la garza plenipotenciaria,
el sapo reclamando un voto;

¡ah!, luciérnagas con brillantes ideas,
murciélagos veloces cual embajadores en vuelo,
la mantis, caqui como la policía,

y esas togadas orugas: los jueces,
examinando con atención cada caso;
y luego, entre las oscuras espigadas del helecho,

entre las rocas perladas de sal
con sus charcas diminutas, el sonido,
como un rumor sin eco alguno,

de la Historia, de veras comenzando.



lunes, 8 de junio de 2020

Balada de naranja y uva – Muriel Rukeyser



Después de terminar tu trabajo
después de que te hiciste el día
después de haber leído tus lecturas
y escrito tu opinión--
vas hasta el puesto de panchos
de la otra cuadra, cruzando,
en una tarde abrasadora de East Harlem, siglo XX.

Casi todas las ventanas están tapiadas,
las ratas salen corriendo de una bolsa
del garage miserable asoma
un Cadillac largo y lustrado;
en la puerta del centro de adicciones
hay un hombre que quisiera romperte la espalda.
Pero también una mujer morena con una nenita de rosado y rosa.

Salchichas salchichas crepitan en el asador
donde el panchero se inclina--
en la barra no hay nada más
que las dos máquinas de siempre:
la de uva, vacía. Y la de naranja, vacía.
Yo, enfrente, entre las dos.
Pasa un negrito, mira los panchos y sigue caminando.

Miro al hombre mientras se para y vuelca
en esa forma familiar
violeta intenso en la que dice NARANJA
anaranjado en la que dice UVA,

el jugo de uva en la máquina que dice NARANJA
y el de naranja en la que dice UVA.
Una sola palabra grande y clara, inconfundible,
en cada máquina.

Le pregunto: ¿cómo vamos a seguir leyendo
y encontrándole sentido a lo que leemos?--
¿Cómo pueden escribir ellos, los chicos de enfrente,
y creer en lo que escriben
si ud. sigue poniendo uva donde dice NARANJA
y naranja donde dice UVA?
(¿Cómo vamos a creer en lo que leemos y escribimos y escuchamos y decimos y
hacemos?)

Él mira las dos máquinas y sonríe
se encoge de hombros y sonríe, y sigue cargándolas.
Podría tratarse de violencia y no-violencia
podrían ser blanco y negro, hombres y mujeres
podría ser la guerra y la paz o cualquier
sistema binario, amor y odio, amigo y enemigo.
Sí y no, ser y no-ser, lo que hacemos y lo que no hacemos.

Es una esquina de East Harlem,
un basural, lecturas, una sonrisa enorme, violación,
olvido una calle que hierve de crímenes,
miseria y esperanza marchita,
un hombre sigue poniendo uva donde dice NARANJA
y naranja donde dice UVA,
poniendo naranja en UVA y uva en NARANJA para siempre.

Traducción de Sandra Toro


miércoles, 3 de junio de 2020

En esos bares mi papá fue testigo de mi crecimiento – Verónica Yattah



En esos bares mi papá fue testigo de mi crecimiento
como yo de su declive.
Únicamente en esos bares mi papá pudo haber arrimado
una silla alta para una nena de dos años.
Si alguna vez me alimentó dibujando el trazo
de un avión imaginario,
pudo haber sido ahí.
Durante años nos pasó a buscar
a mi hermano y a mí
un sábado por estación,
incluso en invierno
para hacer un recorrido al que llamábamos “los puentes”,
y consistía en caminar de Palermo a Belgrano
y terminar comiendo en una pizzería de avenida Cabildo.
Ya escribí un poema sobre eso
pero hay algo que ese poema no alcanzó a decir.
Los poemas se parecen más a una puerta entornada
y quiero seguir mirando eso que apenas muestran.
La primera vez que vi el amanecer
fue agarrada a la mano de él.
Era primero de enero y volvíamos a las seis.
Mi papá nunca tuvo casa pero sí bares,
y su gusto varía tanto como su ánimo:
va de bares deprimentes a bares hermosos.
Si alguien me preguntara cuál es su bar favorito
no podría decirlo. Y menos entender
que durante años haya preferido restaurantes
con servilletas de tela blanca y fuentes ovaladas
donde pedíamos ravioles para compartir,
y hoy se conforme con cadenas rápidas
en las que puede pasarse horas anotando cosas
en servilletas de papel.
Cuando mi papá y yo entramos a un bar
no estamos entrando a un bar
sino al pasillo, al cuarto, a la cocina de nuestra casa.
Con mi mamá es fácil hablar porque las charlas
se superponen a otros quehaceres:
ella cortando cebolla para una ensalada
o zurciendo el ruedo de algún pantalón.
Con mi papá las palabras pesan
porque son las que nos arman la escena.
En un restaurante de Colegiales
le dije pa, te tengo que decir algo.
En un bar de Aráoz y Juncal me dijo Veri,
tengo algo para decirte.
En decenas de bares diseminados me ayudó a estudiar
para aprobar exámenes mientras él
buscaba trabajo en los clasificados del diario.
La primera vez que vi a una mujer desnuda fue en un bar:
tenía los breteles caídos, estaba borracha y sentada
en el inodoro con la puerta abierta.
Cuando volví a la mesa dije acabo de ver algo raro,

pero más que raro era fascinante.
En otro bar me dijo escuchá, Cesária Evora,
y se puso a tararear.
Yo no sé si a Cesária la escucharía tanto de no ser
porque veo, al escucharla,
el sol que entraba esa tarde por la ventana de ese bar.
El rato que tuvimos de música y silencio.

lunes, 18 de mayo de 2020

Preguntas de un obrero que lee – Bertolt Brecht




¿Quién construyó Tebas, la de las siete Puertas?
En los libros aparecen los nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?
Y Babilonia, destruida tantas veces,
¿quién la volvió siempre a construir? ¿En qué casas
de la dorada Lima vivían los constructores?
¿A dónde fueron los albañiles la noche en que fue terminada la Muralla China? La gran Roma está llena de arcos de triunfo. ¿Quién los erigió?
¿Sobre quiénes
triunfaron los Césares? 
¿Es que Bizancio, la tan cantada,
sólo tenía palacios para sus habitantes? 
Hasta en la legendaria Atlántida,
la noche en que el mar se la tragaba, los que se hundían,
gritaban llamando a sus esclavos.
El joven Alejandro conquistó la India.
¿Él solo?
César derrotó a los galos.
¿No llevaba siquiera cocinero?
Felipe de España lloró cuando su flota
Fue hundida. ¿No lloró nadie más?
Federico II venció en la Guerra de los Siete Años
¿Quién
venció además de él?
Cada página una victoria.
¿Quién cocinó el banquete de la victoria?
Cada diez años un gran hombre.
¿Quién pagó los gastos?
Tantas historias.
Tantas preguntas.

jueves, 7 de mayo de 2020

Uma Galinha – Clarice Lispector



Era uma galinha de domingo. Ainda viva porque não passava de nove horas da manhã.

Parecia calma. Desde sábado encolhera-se num canto da cozinha. Não olhava para ninguém, ninguém olhava para ela. Mesmo quando a escolheram, apalpando sua intimidade com indiferença, não souberam dizer se era gorda ou magra. Nunca se adivinharia nela um anseio.

Foi pois uma surpresa quando a viram abrir as asas de curto vôo, inchar o peito e, em dois ou três lances, alcançar a murada do terraço. Um instante ainda vacilou — o tempo da cozinheira dar um grito — e em breve estava no terraço do vizinho, de onde, em outro vôo desajeitado, alcançou um telhado. Lá ficou em adorno deslocado, hesitando ora num, ora noutro pé. A família foi chamada com urgência e consternada viu o almoço junto de uma chaminé. O dono da casa, lembrando-se da dupla necessidade de fazer esporadicamente algum esporte e de almoçar, vestiu radiante um calção de banho e resolveu seguir o itinerário da galinha: em pulos cautelosos alcançou o telhado onde esta, hesitante e trêmula, escolhia com urgência outro rumo. A perseguição tornou-se mais intensa. De telhado a telhado foi percorrido mais de um quarteirão da rua. Pouco afeita a uma luta mais selvagem pela vida, a galinha tinha que decidir por si mesma os caminhos a tomar, sem nenhum auxílio de sua raça. O rapaz, porém, era um caçador adormecido. E por mais ínfima que fosse a presa o grito de conquista havia soado.

Sozinha no mundo, sem pai nem mãe, ela corria, arfava, muda, concentrada. Às vezes, na fuga, pairava ofegante num beiral de telhado e enquanto o rapaz galgava outros com dificuldade tinha tempo de se refazer por um momento. E então parecia tão livre.

Estúpida, tímida e livre. Não vitoriosa como seria um galo em fuga. Que é que havia nas suas vísceras que fazia dela um ser? A galinha é um ser. É verdade que não se pode­ria contar com ela para nada. Nem ela própria contava consigo, como o galo crê na sua crista. Sua única vantagem é que havia tantas galinhas que morrendo uma surgiria no mesmo instante outra tão igual como se fora a mesma.

Afinal, numa das vezes em que parou para gozar sua fuga, o rapaz alcançou-a. Entre gritos e penas, ela foi presa. Em seguida carregada em triunfo por uma asa através das telhas e pousada no chão da cozinha com certa violência. Ainda tonta, sacudiu-se um pouco, em cacarejos roucos e indecisos. Foi então que aconteceu. De pura afobação a galinha pôs um ovo. Surpreendida, exausta. Talvez fosse prematuro. Mas logo depois, nascida que fora para a maternidade, pare­cia uma velha mãe habituada. Sentou-se sobre o ovo e assim ficou, respirando, abotoando e desabotoando os olhos. Seu coração, tão pequeno num prato, solevava e abaixava as penas, enchendo de tepidez aquilo que nunca passaria de um ovo. Só a menina estava perto e assistiu a tudo estarrecida. Mal porém conseguiu desvencilhar-se do acontecimento, despregou-se do chão e saiu aos gritos:

— Mamãe, mamãe, não mate mais a galinha, ela pôs um ovo! ela quer o nosso bem!

Todos correram de novo à cozinha e rodearam mudos a jovem parturiente. Esquentando seu filho, esta não era nem suave nem arisca, nem alegre, nem triste, não era nada, era uma galinha. O que não sugeria nenhum sentimento especial. O pai, a mãe e a filha olhavam já há algum tempo, sem propriamente um pensamento qualquer. Nunca ninguém acariciou uma cabeça de galinha. O pai afinal decidiu-se com certa brusquidão:

— Se você mandar matar esta galinha nunca mais comerei galinha na minha vida!

— Eu também! jurou a menina com ardor. A mãe, cansada, deu de ombros.

Inconsciente da vida que lhe fora entregue, a galinha passou a morar com a família. A menina, de volta do colégio, jogava a pasta longe sem interromper a corrida para a cozinha. O pai de vez em quando ainda se lembrava: "E dizer que a obriguei a correr naquele estado!" A galinha tornara-se a rainha da casa. Todos, menos ela, o sabiam. Continuou entre a cozinha e o terraço dos fundos, usando suas duas capacidades: a de apatia e a do sobressalto.

Mas quando todos estavam quietos na casa e pareciam tê-la esquecido, enchia-se de uma pequena coragem, resquícios da grande fuga — e circulava pelo ladrilho, o corpo avançando atrás da cabeça, pausado como num campo, embora a pequena cabeça a traísse: mexendo-se rápida e vibrátil, com o velho susto de sua espécie já mecanizado.

Uma vez ou outra, sempre mais raramente, lembrava de novo a galinha que se recortara contra o ar à beira do telhado, prestes a anunciar. Nesses momentos enchia os pulmões com o ar impuro da cozinha e, se fosse dado às fêmeas cantar, ela não cantaria mas ficaria muito mais contente. Embora nem nesses instantes a expressão de sua vazia cabeça se alterasse. Na fuga, no descanso, quando deu à luz ou bicando milho — era uma cabeça de galinha, a mesma que fora desenhada no começo dos séculos.

Até que um dia mataram-na, comeram-na e passaram-se anos.



jueves, 13 de febrero de 2020

Para quién escribo – Vicente Aleixandre

I
¿Para quién escribo?, me preguntaba el cronista,
El periodista o simplemente el curioso.
No escribo para el señor de la estirada chaqueta, ni para
Su bigote enfadado, ni siquiera para su alzado índice
Admonitorio entre las tristes ondas de música.
Tampoco para el carruaje, ni para su oculta señora
(Entre vidrios, como un rayo frío, el brillo de los impertinentes).
Escribo acaso para los que no me leen. Esa mujer que
Corre por la calle como si fuera abrir las puertas a la aurora.
O ese viejo que se aduerme en el banco de esa plaza
Chiquita, mientras el sol poniente con amor le toma,
Le rodea y le deslíe suavemente en sus luces.
Para todos los que no me leen, los que no se cuidan
De mí, pero de mí se cuidan (aunque me ignoran).
Esa niña que al pasar me mira, compañera de mi aventura,
Viviendo en el mundo.
Y esa vieja que sentada a su puerta ha visto vida,
Paridora de muchas vidas, y manos cansadas.
Escribo para el enamorado; para el que pasó con su
Angustia en los ojos; para el que le oyó; para el que
Al pasar no miró; para el que finalmente cayó cuando
Preguntó y no le oyeron.
Para todos escribo. Para los que no me leen sobre todo
Escribo. Uno a uno, y la muchedumbre. Y para los
Pechos y para las bocas y para los oídos donde, sin
Oírme,
Está mi palabra.


II
Pero escribo también para el asesino. Para el que con
Los ojos cerrados se arrojó sobre un pecho y comió
Muerte y se alimentó, y se levantó enloquecido.
Para el que se irguió como torre de indignación, y se
Desplomó sobre el mundo.
Y para las mujeres muertas y para los niños muertos, y
Para los hombres agonizantes.
Y para el que sigilosamente abrió las llaves del gas y la
Ciudad entera pereció, y amaneció un montón de cadáveres.
Y para la muchacha inocente, con su sonrisa, su corazón,
Su tierna medalla, y por allí pasó un ejército de
Depredadores.
Y para el ejército de depredadores, que en una golpeada
Final fue a hundirse en las aguas.
Y para esas aguas, para el mar infinito.
Oh, no para el infinito. Para el finito mar, con su limitación
Casi humana, como un pecho vivido.
(Un niño ahora entra, un niño se baña, y el mar,
El corazón del mar está en ese pulso.)
Y para la mirada final, para la limitadísima Mirada Final,
En cuyo seno alguien duerme.
Todos duermen. El asesino y el injusticiado, el regulador
Y el naciente, el finado y el húmedo, el seco
De voluntad y el híspido como torre.
Para el amenazador y el amenazado, para el bueno
Y el triste, para la voz sin materia
Y para toda la materia del mundo.
Para ti, hombre sin deificación que, sin quererlas mirar,
Estás leyendo estas letras.
Para ti y todo lo que en ti vive,
Yo estoy escribiendo.

martes, 29 de octubre de 2019

Cartografías de la disidencia: lo femenino en la literatura


Escribir desde la disidencia es, en primera instancia, un yo en constante desmoronamiento. Pienso en la escritura como una máquina desautomatizada por donde transitan flujos que modifican el adentro del cuerpo escribiente. Un yo que se problematiza, un yo/cuerpo/máquina deseante que abre paso a la multiplicidad. Voces que de ninguna manera hablan por las otras, sino más bien, permiten al cuerpo otros medios del quehacer literario; ya no como el yo/uno/dios creador de todas las cosas, sino como el conjunto de procesos en constante movimiento y transformación.

Escribir desde la disidencia es incidir en el propio cuerpo, organizado sistemáticamente como un todo individual. Abrir paso ya no al enunciarse como una isla incomunicable, sino como un archipiélago; conjunto de islas/territorios que se relacionan entre sí. Territorios que se precisan para la supervivencia y sobre todo, para la permanencia de los tránsitos que en ellos suceden.

Lo femenino en la literatura es, atender primero a la posibilidad de transformar y resemantizar el lenguaje, hablando por ejemplo desde otros espacios. Entendiendo el lenguaje como eso que nos inoculan desde la niñez y se vuelve automático. Una cartografía de la disidencia es a mi parecer, el mapeo de los procesos de desaprendizaje de ese lenguaje que no nos pertenece, para desde lo literario, convocar otras posibilidades del mismo: edificar un nuevo lenguaje desmoronando lo individual abriendo paso a lo colectivo. 

Pensar lo femenino como un organismo vivo, moléculas en movimiento, es por ejemplo, escribir ya no desde el todo trascendental sino desde lo inútil, pequeño e innecesario. Abrir paso a los afectos, al deseo y los devenires que transitan en el cuerpo de las voces que como yo, no empezaron escribiendo desde una habitación propia sino desde los espacios compartidos: una escritura de la hacinación y del encierro.
Lo femenino en la literatura son acontecimientos nefandos transformados en potencia creadora. accionar desde lo cotidiano, pequeño e imperceptible. Expandirse en silencio como el humus sobre los territorios. Resignificar la importancia del cuerpo y escribir desde el rapto del mismo. Escribir desde un yo que convoca voces, porque, lo femenino no puede entenderse como una construcción inamovible sino todo lo contrario. Pensar lo femenino en la literatura, es necesariamente una relectura de la historia literaria establecida. Leer y releer más acá del canon. Desaprender ciertas estéticas que al igual que el lenguaje sujetan, y mirar el accionar de otras estéticas, quizás un tanto más liberadoras. Pienso en la rabia y el miedo como una potencia que moviliza a los cuerpos. 

Si lo femenino en la literatura es convocar, me permito hacerlo:

Esta puente mi espalda (varias autoras)
The promised land de Grace Ogot
Papi * La mucama de Omicunlé de Rita Indiana
El color púrpura de Alice Walker
Efuru de Flora Nwapa
Lumperia de Diamela Eltít
Nefando * Mandíbula de Mónica Ojeda
The housemaid de Amma Darko
Los papeles salvajes * Rosa mística de Marosa di Giorgio
The joys of motherhood de Buchi Emecheta
Guayaquil * Animal de María Auxiliadora Balladares
Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enríquez
Our sister killjoy * No sweetness here de Ama Ata Aidoo
Siberia * Para esta mañana diáfana de Daniela Alcívar Bellolio
Los diarios de Alejandra Pizarnik
El color de la granada de Carla Badillo
El peligro de encender la luz de Pamela Rahn 
Nadie nos habita /man saphiyuq de Lisset Orihuela Ascarza
La mujer de helio de Dina Bellrham

La ruta de la ceniza  de Gabriela Vargas
Los cantos de Rosa Wila

Y muchas otras escrituras que seguro se me escapan.



domingo, 5 de mayo de 2019

Un día perfecto para el pez banana - J.D. Salinger



En el hotel había noventa y siete publicitarios neoyorquinos que monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia de tal manera que la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina de bolsillo leyó una nota titulada El sexo es divertido... o infernal. Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada al lado de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
 Era una chica a la que una llamada telefónica no le hacía gran efecto. Daba la impresión de que el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que ella alcanzó la pubertad.
 Mientras el teléfono llamaba, con el pincelito del esmalte se repasó la uña del dedo meñique, acentuando el borde de la luna. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del asiento junto a la ventana un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de luz, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya tendida y -ya era la cuarta o quinta llamada- levantó el tubo del teléfono.
 -Hola -dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que tenía puesto, salvo las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
 -Su llamada a Nueva York, señora Glass -dijo la operadora.
 -Gracias -contestó la chica, e hizo lugar en la mesita de luz para el cenicero.
 A través del auricular llegó una voz de mujer:
 -¿Muriel? ¿Eres tú?
 La chica alejó un poco el auricular del oído.
 -Sí, mamá. ¿Cómo estás? -dijo.
 -He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no llamaste? ¿Estás bien?
 -Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos acá han...
 -¿Estás bien, Muriel?
 La chica aumentó un poco más el ángulo entre el auricular y su oreja.
 -Estoy perfectamente. Con calor. Este es el día más caluroso que ha habido en la Florida desde...
 -¿Por qué no llamaste? Estuve tan preocupada...
 -Mamá, querida, no me grites. Puedo oírte perfectamente -dijo la chica-. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
 -Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿Estás bien, Muriel? Dime la verdad.
 -Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
 -¿Cuándo llegaron?
 -No sé... el miércoles, a la madrugada.
 -¿Quién manejó?
 -El -dijo la chica-. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
 -¿Manejó él? Muriel, me diste tu palabra de que...
 -Mamá -interrumpió la chica-, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el camino, ésa es la verdad.
 -¿No trató de hacerse el tonto otra vez con los árboles?
 -Vuelvo a repetirte que manejó muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... podía notarse. Entre paréntesis, ¿papá hizo arreglar el auto?
 -Todavía no. Piden cuatrocientos dólares, sólo para...
 -Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. No hay motivo, entonces...
 -Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el auto y demás...
 -Muy bien -dijo la chica.
 -¿Siguió llamándote con ese horroroso...?
 -No. Ahora tiene uno nuevo.
 -¿Cuál?
 -Mamá... ¡qué importancia tiene!
 -Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
 -Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 -dijo la chica, con una risita.
 -No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
 -Mamá -interrumpió la chica-, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Acuérdate... esos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
 -Tú lo tienes.
 -¿Estás segura? -dijo la chica.
 -Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había lugar en la... ¿Por qué? ¿El te lo pidió?
 -No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el auto. Me preguntó si lo había leído. -¡Pero está en alemán!
 -Sí, querida. Ese detalle no tiene importancia -dijo la chica, cruzando las piernas-. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos...
 -Espantoso. Espantoso. En verdad es triste. Anoche dijo tu padre.
.. -Un segundito, mamá -dijo la chica. Cruzó hasta el asiento junto a la ventana en busca de sus cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama-. ¿Mamá? -dijo, exhalando el humo.
 -Muriel... mira, escúchame.
 -Te estoy escuchando.
 -Tu padre habló con el doctor Sivetski.
 -¿Ajá? -dijo la chica.
 -Le contó todo. Por lo menos, así me dijo... ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan hermosas de las Bermudas... todo.
 -¿Y entonces...? -dijo la chica.
 -En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta en el hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad... una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la cabeza. Te lo juro.
 -Aquí en el hotel hay un psiquiatra -dijo la chica.
 -¿Quién? ¿Cómo se llama?
 -No sé. Rieser o algo así. Dicen que es muy bueno.
 -Nunca lo oí nombrar.
 -De todos modos dicen que es muy bueno.
 -Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de cablegrafiarte que volvieras inmediatamente a casa...
 -Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma...
 -Muriel... palabra... El doctor Sivetski dijo que Seymour podía perder por completo la...
 -Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la valija y volver a casa porque sí -dijo la chica-. De cualquier modo, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
 -¿Te quemaste mucho? ¿No usaste ese bronceador que te puse en la valija? Está...
 -Lo usé. Me quemé lo mismo.
 -¡Qué horror! ¿Dónde te quemaste?
 -Me quemé toda, mamá, toda.
 -¡Qué horror!
 -No me voy a morir.
 -Dime, ¿le hablaste a ese psiquiatra? -Bueno... sí... más o menos... -dijo la chica.
 -¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
 -En la Sala Océano, tocando el piano. Tocó el piano las dos noches que hemos pasado aquí. -Bueno, ¿qué dijo?
 -¡Oh, no mucho! El fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al Bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour no había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
 -¿Por qué te hizo esa pregunta?
 -No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y qué sé yo -dijo la chica-. La cuestión es que después de jugar al Bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en la vidriera de Bonwit? Que tú dijiste que había que tener un chico, chiquísimo...
 -¿El verde?
 -Lo tenía puesto. Con esas caderas. Se la pasó preguntándome si Seymour estaba emparentado con esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
 -¿Pero él qué dijo? El médico.
 -¡Ah! sí... Bueno... en realidad, mucho no dijo. Sabes, estábamos en el bar. Había un bochinche terrible. -Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
 -No, mamá. No abundé en detalles -dijo la chica-. Seguramente podré hablarle de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
 -¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... tú sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
 -En realidad, no -dijo la chica-. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, el ruido era tal que apenas podíamos hablar.
 -En fin. ¿Y tu abrigo azul?
 -Bien. Le aliviané un poco el forro.
 -¿Cómo es la ropa este año?
 -Terrible. Pero encantadora. Por todos lados se ven lentejuelas -dijo la chica.
 -¿Y tu habitación?
 -Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra -dijo la chica-. Este año la gente es un espanto. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
 -Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido tipo bailarina?
 -Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
 -Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio estás bien?
 -Sí, mamá -dijo la chica-. Por enésima vez.
 -¿Y no quieres volver a casa?
 -No, mamá.
 -Tu padre dijo anoche que estaría encantado de hacerse cargo si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
 -No, gracias -dijo la chica, y descruzó las piernas-. Mamá, esta llamada va a costar una flor...
 -Cuando pienso cómo estuvieste esperándolo a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando una piensa en esas esposas tan locas que...
 -Mamá -dijo la chica-. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
 -¿Dónde está?
 -En la playa.
 -¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
 -Mamá -dijo la chica-. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
 -No dije nada de eso, Muriel.
 -Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita la salida de baño.
 -¿No se quita la salida de baño?¿Por qué no?
 -No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
 -Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
 -Lo conoces muy bien -dijo la chica, y volvió a cruzarse de piernas-. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
 -¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
 -No, mamá. No, querida -dijo la chica, y se puso de pie-. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
 -Muriel. Hazme caso.
 -Sí, mamá -dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
 -Llámame en el mismo momento en que haga, o diga, algo raro..., tú me entiendes. ¿Me oyes?
 -Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
 -Muriel, quiero que me lo prometas.
 -Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá -dijo la chica-. Cariños a papá -colgó.
 -Ver más vidrio (*) -dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su mamá-. ¿Viste más vidrio?
 -Gatita, por favor, no sigas repitiendo eso. La vas a enloquecer a mamita. Quédate quieta, por favor.
 La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada en una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Usaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales no necesitaría realmente por nueve o diez años más.
 -En verdad no era más que un pañuelo de seda común... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo -dijo la mujer sentada en la reposera contigua a la de la señora Carpenter-. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosura.
 -Por lo que usted me dice, parece precioso -asintió la señora Carpenter.
 -Quédate quieta, Sybil, gatita...
 -¿Viste más vidrio? -dijo Sybil.
 La señora Carpenter suspiró.
 -Muy bien -dijo. Tapó el frasco de bronceador-. Ahora vete a jugar, gatita. Mamita va a ir al hotel a tomar un copetín con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
 Cuando quedó en libertad, Sybil corrió de inmediato hacia la parte asentada de la playa y echó a andar hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo inundado y derruido, y enseguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
 Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia las arenas flojas. Se detuvo al llegar al sitio en que un hombre joven estaba echado de espaldas.
 -¿Vas a ir al agua, ver más vidrio? -dijo.
 El joven se sobresaltó, y se llevó la mano derecha, instintivamente, a las solapas de su salida de baño. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
 -¡Ah!, hola Sybil.
 -¿Vas a ir al agua?
 -Te estaba esperando -dijo el joven-. ¿Qué hay de nuevo?
 -¿Qué? -dijo Sybil.
 -¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
 -Mi papá llega mañana en avión -dijo Sybil, pateando la arena.
 -No me tires arena a la cara, nena -dijo el joven, tomando con una mano el tobillo de Sybil-. Bueno, era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando cada minuto. Cada minuto.
 -¿Dónde está la señora?
 -¿La señora? -el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo-. Difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Haciéndose teñir el pelo de color visón. O haciendo muñecos para los chicos pobres en su habitación.
 Poniéndose boca abajo cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
 -Pregúntame algo más, Sybil -dijo-. Tienes un traje de baño muy lindo. Si hay algo que me gusta, es un traje de baño azul.
 Sybil lo miró fijo, y después contempló su barriga sobresaliente.
 -Este es amarillo -dijo-. Es amarillo.
 -¿En serio? Acércate un poco más.
 Sybil dio un paso adelante.
 -Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
 -¿Vas a ir al agua? -dijo Sybil.
 -Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio, si quieres saberlo. Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón. -Necesita aire -dijo.
 -Es verdad. Necesita más aire de lo que estoy dispuesto a reconocer -retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena-. Sybil -dijo-, estás muy linda. Es un gusto verte. Cuéntame algo de ti -estiró los brazos hacia adelante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil-. Yo soy capricorniano.
¿Cuál es tu signo?
 -Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano -dijo Sybil.
 -¿Sharon Lipschutz dijo eso?
 Sybil asintió enérgicamente.
 Le soltó los tobillos, encogió los brazos y recostó el costado de la cara en el antebrazo derecho.
 -Bueno -dijo-. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía sacarla de un empujón, ¿no es cierto?
 -Sí que podías.
 -!Ah!, no. No era posible -dijo el joven-. Pero, ¿sabes lo que hice, en cambio?
 -¿Qué?
 -Hice de cuenta que eras tú.
 Sybil inmediatamente bajó la cabeza y empezó a cavar en la arena.
 -Vamos al agua -dijo.
 -Bueno -replicó el joven-. Creo que puedo arreglarme para hacerlo.
 -La próxima vez, sácala de un empujón -dijo Sybil.
 -¿Que saque a quién?
 -A Sharon Lipschutz.
 -¡Ah!, Sharon Lipschutz -dijo él-. ¡Cómo aparece siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos -repentinamente se puso de pie y miró el mar-. Sybil -dijo-, ya sé lo que podemos hacer. Vamos a tratar de pescar un pez banana.
 -¿Un qué?
 -Un pez banana -dijo, y desanudó el cinto de su salida de baño.
 Se la quitó. Tenía los hombros blancos y angostos y el pantalón de baño era azul eléctrico. Plegó la salida, primero a lo largo, después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima la salida plegada. Se agachó, recogió el flotador y lo sujetó bajo su brazo derecho. Luego, con la mano izquierda tomó la de Sybil.
 Los dos echaron a andar hacia el mar.
 -Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces banana -dijo el joven. . -¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
 -No sé -dijo Sybil.
 -Claro que sabes. Tienes que saber. Sharon Lipschutz sabe donde vive, y no tiene más que tres años y medio.
 Sybil se detuvo y de un tirón arrancó su mano de la de él. Recogió una conchilla común y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
 -Whirly Wood, Connecticut -dijo, y echó nuevamente a andar, con la barriga hacia adelante. -Whirly Wood, Connecticut -dijo el joven-. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut? Sybil lo miró:
 -Ahí es donde vivo -dijo con impaciencia-. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
 Se adelantó unos pasos, tomó el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
 -No te imaginas cómo eso aclara todo -dijo él.
 Sybil soltó su pie: -¿Has leído El negrito sambo? -dijo.
 -Es gracioso que me preguntes eso -dijo él-. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche -se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil-. ¿Qué te pareció? -le preguntó.
 -¿Los tigres corrían todos alrededor de ese árbol?
 -Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
 -No eran más que seis -dijo Sybil.
 -¡Nada más que seis! -dijo el joven-. ¿Y dices nada más?
 -¿Te gusta la cera? -preguntó Sybil.
 -¿Si me gusta qué? -dijo el joven.
 -La cera.
 -Mucho. ¿A ti no?
 Sybil asintió con la cabeza. -¿Te gustan las aceitunas? -preguntó.
 -¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
 -¿Te gusta Sharon Lipschutz? -preguntó Sybil.
 -Sí. Sí, me gusta. Lo que me gusta más que nada de ella es que nunca le hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas nenas que se divierten mucho molestándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
 Sybil no dijo nada.
 -Me gusta masticar velas -dijo ella por último.
 -¡Ah!, ¿y a quién no? -dijo el joven mojándose los pies-. ¡Caracoles! Está fría. -Dejó caer el flotador en el agua-. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más afuera.
 Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la depositó boca abajo en el flotador.
 -¿Nunca usas gorra de baño ni nada de eso? -preguntó.
 -No me sueltes -dijo Sybil-. Sujétame, ¿quieres?
 -Señorita Carpenter. Por favor. Yo sé lo que estoy haciendo -dijo el joven-. Sólo ocúpate de ver si aparece un pez banana. Hoy es un día perfecto para peces banana.
 -No veo ninguno -dijo Sybil.
 -Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
 Siguió empujando el flotador. El agua no le alcanzaba al pecho.
 -Llevan una vida muy triste -dijo-. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
 Ella meneó la cabeza.
 -Bueno, te diré. Entran en un pozo que está lleno de bananas. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero una vez adentro, se portan como cochinos. ¿Sabes?, he oído hablar de peces banana que han entrado nadando en pozos de bananas y llegaron a comer setenta y ocho bananas -empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más cerca del horizonte-. Claro, después de eso engordan tanto que no pueden volver a salir. No pasan por la puerta.
 -No vayamos tan lejos -dijo Sybil-. ¿Y qué pasa después con ellos?
 -¿Qué pasa con quiénes?
 -Con los peces banana.
 -Bueno, ¿te refieres a después de comer tantas bananas que no pueden salir del pozo?
 -Sí -dijo Sybil.
 -Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
 -¿Por qué? -preguntó Sybil.
 -Contraen fiebre bananífera. Es una enfermedad terrible.
 -Ahí viene una ola -dijo Sybil nerviosa.
 -La ignoraremos. La mataremos con la indiferencia -dijo el joven-, como dos engreídos. -Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó para adelante y para abajo. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer. Cuando el flotador estuvo nuevamente en posición horizontal, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó: -Acabo de ver uno.
 -¿Un qué, mi amor?
 -Un pez banana.
 -¡No, por Dios! -dijo el joven-. ¿Tenía alguna banana en la boca?
 -Sí -dijo Sybil-. Seis.
 El joven de pronto tomó uno de los empapados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
 -¡Eh! -dijo la propietaria del pie, volviéndose.
 -¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te divertiste bastante?
 -¡No!
 -Lo siento -dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.
 -Adiós -dijo Sybil y salió corriendo, sin lamentarlo, en dirección al hotel.
 El joven se puso la salida de baño, cruzó bien sus solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaloso y lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
 En el primer nivel de la planta baja del hotel -que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia- entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada de zinc. -Veo que me está mirando los pies -dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
 -¿Cómo dice? -dijo la mujer.
 -Dije que veo que me está mirando los pies.
 -¡Cómo dijo! Casualmente estaba mirando el piso -dijo la mujer, y se dio vuelta enfrentando las puertas del ascensor.
 -Si quiere mirarme los pies, dígalo -dijo el joven-. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
 -Déjeme salir, por favor -dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
 Las puertas se abrieron y la mujer salió sin mirar hacia atrás.
 -Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos -dijo el joven-. Quinto piso por favor.
 Sacó la llave del cuarto del bolsillo de su salida de baño.
 Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a valijas nuevas de cuero de vaquillona y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las valijas, la abrió y extrajo una automática debajo de una pila de calzoncillos y camisetas -Ortgies calibre 7.65-. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Corrió el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se descerrajó un tiro en la sien derecha